viernes, 10 de julio de 2009

TARZÁN Y LUPITA

Hace años, muchos años, cuando el barrio era un cúmulo de casas, cuando el sol del mediodía caía perpendicular sobre las calles de tierra greda, recuerdo y a mi memoria llega Lupita; delgada, pequeña, con su carga de bolsos y tras ella Tarzán un perro flaco, feo, sin raza, ni linaje.

La voz chillona de la anciana y el ladrido fino y agudo de Tarzán retumbaban entre las chilcas y quebraban la quietud.

Los gurises del barrio corrían tras ella, gritando, “¡Lupita!, ¡Lupita!, dale, dale, cántate algo”, y el perro ladraba junto a ellos; ella los espantaba y arrastraba sus trastos, hasta que comenzaba a cantar y todos la rodeaban y aplaudían fuerte, muy fuerte.

Tarzán que parecía entender los aplausos que brindaban a su ama, daba vueltas y vueltas, queriéndose agarrar su cola como un payaso; y los gurises seguían aplaudiendo y aplaudiendo hasta dejar sus palmas rojas.

Lupita y Tarzán recorrían las casas puerta a puerta, paso a paso, visitando a todos los vecinos, recogiendo las dádivas, alimentos y a veces, dulces palabras, otras, terribles regaños y los gruñidos de los perros gordos y saludables de los residentes del lugar.

Pero un día, varios días, cuantos no sé, dejamos de oír a Lupita y a Tarzán; alguien dijo: “Lupita, está enferma, hay que llevarla al hospital”, hacia la casucha fueron varios vecinos.

Tarzán, el fiel Tarzán lamía la frente de la infortunada Lupita, y cada tanto se escuchaba un aullido bajito, como una queja al dolor de su querida dueña.

Pedro uno de los vecinos se acercó, levantó a Lupita en sus brazos y Tarzán lo acompañó hasta el auto; cuando se alejaban, como despertando de un sueño vimos correr y correr a Tarzán, sus cortas patitas parecían tener motor.

Los vecinos se turnaron para cuidar a Lupita y en la puerta del hospital durmió por catorce días el flaco y feo Tarzán, cuando nos veía llegar, como un ser humano demostraba su alegría, movía su pequeña cola, se acercaba nos lamía las manos y se echaba contra la puerta esperando nuestra salida.

Lupita volvió al barrio y con ella Tarzán, más flaco y más feo que antes. Volvieron sus agudos ladridos, sus piruetas, hasta que una cruda y fría mañana de lunes, los gritos de los gurises del barrio, despertaron al vecindario, un auto que por esas casualidades del destino atinó a pasar por la única calle en condiciones que tenía el barrio, atropelló a nuestro perro, porque para ese entonces ya Tarzán era de todos.

Don Juan lo levantó, llamó al veterinario, Roberto que siempre lo regañaba fue en busca de Lupita, todo el barrio se movilizó, Tarzán nos necesitaba, tendríamos que turnarnos para cuidarlo, porque las heridas aunque no eran graves podrían infectarse, eso dijo el veterinario del pueblo.

Yo, le pedí a mis padres ser el primero en acompañar a Lupita, y así lo hice, en el correr de los días fuimos todos los gurises, Tarzán parecía un bebé, se había vuelto muy mañoso, comía sólo carne picada y tomaba leche que le llevaba Anita del tambo de sus padres.

Pasaron los días, Tarzán se recuperó y junto a Lupita volvieron a recorrer nuestras casas, volvimos a escuchar el ladrido agudo y fino.

El nuevo año llegaría pronto y con él las vacaciones, las correrías al arroyo de la “gallega” a pescar mojarritas, le decíamos así porque cruzaba el terreno de doña María.

El sol picaba fuerte, Juan y Ramón hacía horas que aburrían la mañana en el arroyo, cuando sienten un grito desgarrador, doña María, la gallega, ¡el bebé!... ¡el bebé! se ha caído al arroyo!...

Ramoncito se tira y tras él, Tarzán nuestro perro, nada y nada, saca al bebé lo deja junto a la orilla, todos festejan, el bebé llora, su madre sonríe.

Sin que nadie se percate Tarzán se desploma, el esfuerzo ha sido enorme y como una despedida emite un agudo ladrido.

Nuestro perro, el querido perro de Lupita supo ser agradecido.

Editado en la revista "Clariluz y sus amigos" Lecturas Infantiles (Uruguay setiembre 2003)

domingo, 21 de junio de 2009

El conventillo y la jura de la bandera


Era la mañana del 19 de junio de 1944, obligatoriamente tenía que concurrir al liceo, debía jurar fidelidad a la bandera. Desde el día anterior, su madre con todo esmero y dedicación había planchado y retocado su uniforme, era todo un revuelo, se lo había contado a todos los vecinos en el conventillo.
Ella no entendía todavía la importancia del juramento, el por qué de la emoción de sus padres. La gallega de la pieza cinco dijo que se pondría sus mejores ropas y le había dicho a la "señora" que en la tarde tenía algo importante que hacer y que por esa razón le pedía la tarde libre.
¿Qué tanta agitación? ¡era sólo un acto más!, los padres de los otros chicos no harían tanto aspaviento. El italiano zapatero le lustró los zapatos y no le cobró, al contrario le dijo que era un honor.
En el conventillo de la calle Andes eran casi todos inmigrantes, gallegos, italianos, griegos, polacos, rusos, alemanes y de tantos países que ella ya no se acordaba.
Su cabello rubio lucía hoy tan hermoso, una cinta celeste nueva que le había regalado don Jacobo coterráneo de su papá, le servía de complemento para iluminar y resplandecer esa belleza transparente de sus agraciados doce años.
Nuestra pequeña heroína concurría al liceo Nº 1 José Enrique Rodó, sus padres inmigrantes judíos, soñaban para su hija un país de libertad, igualdad y respeto por el ser humano, eso lo habían encontrado aquí, pequeña tacita de plata. Poder caminar por sus calles donde todos podían considerarse iguales era una maravilla, y ahora que su hija, su pequeña hija, nacida en el querido país que eligieron para vivir, tuviera el honor junto al resto de sus compañeros de jurar tan noble bandera, los llenaba de orgullo.
Hacia el mediodía un vecino, criollo él, se acercó a la puerta de la pieza Nº 12, nuestra pequeña estudiante lo recibió sorprendida, traía en sus manos una escarapela, y diciéndole que había pertenecido a su abuelo un bravo caudillo que peleó en la Guerra Grande se la obsequió. El padre salió tras él y le agradeció tan bonito gesto, a lo que el hombre respondió: "nosotros tendríamos que estar orgullosos, aman esta tierra y sienten tanto aprecio y estima por ella, que en otro pecho no luciría mejor".
Han pasado los años, tantos que el almanaque se ha vuelto ruinoso, y aquella estudiante es hoy una vieja ancianita de canas muy blancas, y cada 19 de junio recuerda como sus padres, la gallega Rosa, el turco Manuel y el criollo Pedro cantaron el himno fuerte muy fuerte, sus ojos se llenan de lágrimas; pero no de tristeza sino de emoción, hoy luce en el amplio comedor de su casa su título de médica. Está jubilada, rememora sus años de estudiante, cuando encaminó sus pasos hacia la enorme escalinata de la Facultad de Medicina, cuando al fin de cada examen era una fiesta. Evoca a su padre diciendo: "la guerra destruyó lo material pero no pudo destruir nuestro orgullo, el orgullo de saber que escogimos un país digno para ti".
Hoy, ella puede decir que fue una buena estudiante, aplicada y agradece como agradecieron sus padres que nuestra enseñanza sea laica, gratuita y obligatoria.
Trae a la memoria que allí conoció al hombre que fue su compañero durante cincuenta años y su lucha diaria por realizar los sueños y sonríe feliz porque hoy irá con su bisnieto a jurar la bandera, claro que desde la eternidad vendrán los inmigrantes para estar a su lado.

Editado en la revista "Clariluz y sus amigos" Lecturas Infantiles (Uruguay abril 2003)