domingo, 21 de junio de 2009

El conventillo y la jura de la bandera


Era la mañana del 19 de junio de 1944, obligatoriamente tenía que concurrir al liceo, debía jurar fidelidad a la bandera. Desde el día anterior, su madre con todo esmero y dedicación había planchado y retocado su uniforme, era todo un revuelo, se lo había contado a todos los vecinos en el conventillo.
Ella no entendía todavía la importancia del juramento, el por qué de la emoción de sus padres. La gallega de la pieza cinco dijo que se pondría sus mejores ropas y le había dicho a la "señora" que en la tarde tenía algo importante que hacer y que por esa razón le pedía la tarde libre.
¿Qué tanta agitación? ¡era sólo un acto más!, los padres de los otros chicos no harían tanto aspaviento. El italiano zapatero le lustró los zapatos y no le cobró, al contrario le dijo que era un honor.
En el conventillo de la calle Andes eran casi todos inmigrantes, gallegos, italianos, griegos, polacos, rusos, alemanes y de tantos países que ella ya no se acordaba.
Su cabello rubio lucía hoy tan hermoso, una cinta celeste nueva que le había regalado don Jacobo coterráneo de su papá, le servía de complemento para iluminar y resplandecer esa belleza transparente de sus agraciados doce años.
Nuestra pequeña heroína concurría al liceo Nº 1 José Enrique Rodó, sus padres inmigrantes judíos, soñaban para su hija un país de libertad, igualdad y respeto por el ser humano, eso lo habían encontrado aquí, pequeña tacita de plata. Poder caminar por sus calles donde todos podían considerarse iguales era una maravilla, y ahora que su hija, su pequeña hija, nacida en el querido país que eligieron para vivir, tuviera el honor junto al resto de sus compañeros de jurar tan noble bandera, los llenaba de orgullo.
Hacia el mediodía un vecino, criollo él, se acercó a la puerta de la pieza Nº 12, nuestra pequeña estudiante lo recibió sorprendida, traía en sus manos una escarapela, y diciéndole que había pertenecido a su abuelo un bravo caudillo que peleó en la Guerra Grande se la obsequió. El padre salió tras él y le agradeció tan bonito gesto, a lo que el hombre respondió: "nosotros tendríamos que estar orgullosos, aman esta tierra y sienten tanto aprecio y estima por ella, que en otro pecho no luciría mejor".
Han pasado los años, tantos que el almanaque se ha vuelto ruinoso, y aquella estudiante es hoy una vieja ancianita de canas muy blancas, y cada 19 de junio recuerda como sus padres, la gallega Rosa, el turco Manuel y el criollo Pedro cantaron el himno fuerte muy fuerte, sus ojos se llenan de lágrimas; pero no de tristeza sino de emoción, hoy luce en el amplio comedor de su casa su título de médica. Está jubilada, rememora sus años de estudiante, cuando encaminó sus pasos hacia la enorme escalinata de la Facultad de Medicina, cuando al fin de cada examen era una fiesta. Evoca a su padre diciendo: "la guerra destruyó lo material pero no pudo destruir nuestro orgullo, el orgullo de saber que escogimos un país digno para ti".
Hoy, ella puede decir que fue una buena estudiante, aplicada y agradece como agradecieron sus padres que nuestra enseñanza sea laica, gratuita y obligatoria.
Trae a la memoria que allí conoció al hombre que fue su compañero durante cincuenta años y su lucha diaria por realizar los sueños y sonríe feliz porque hoy irá con su bisnieto a jurar la bandera, claro que desde la eternidad vendrán los inmigrantes para estar a su lado.

Editado en la revista "Clariluz y sus amigos" Lecturas Infantiles (Uruguay abril 2003)