domingo, 25 de abril de 2010

La niña, la casa

La mujer en que me he convertido, vuelve su mirada, se retrotrae en el tiempo y sonríe feliz. Sin quererlo ha vuelto al enorme patio de la casa materna, donde descansa el parral, cubierto de deliciosos y enormes racimos de uva que cuelgan como una tentación para los paladares más delicados.

Divisa a tres pequeños niños que juegan y ríen, creando y elaborando un futuro que muy pronto se haría presente.

Camina lenta como si el tiempo le fuera a quitar la tibieza de una niñez feliz y descubre el muro que los separaba de ese mundo exterior, que cuidadosamente los preservaba de las alegrías y sinsabores de la vida.

Ve a su madre, siempre sonriendo, creyendo en la gente, soñando con días mejores, creando en hojas sueltas, fantasías, que nacían de su imaginación, y riéndose porque les contaba que un duende travieso le hablaba al oído y que la obligaba siempre a escribir y como su padre podía pasar horas mirándola y escuchando todas sus historias, fue su mejor lector.

Vuelve sus pasos al patio trasero, se para frente al parrillero, obra monumental, orgullo de su padre, con la chimenea que parece tocar el cielo, nunca le gustó ser cocinero, ni asador, pero que ricos asados y pizzas a la parrilla disfrutaron juntos, claro que asados que terminaban los otros, porque disimuladamente el se iba desentendiendo; almuerzos y cenas en la mesa del Rey Arturo, redonda y vieja, pintada tantas veces que ni ella sabía su color original, donde la risa era la dueña y lo importante era estar juntos, brindando siempre, aunque más no fuera con un vaso de agua.

La recorre pausadamente, abre puertas y ventanas, en la casa, esa casa que fue creciendo con ellos, un fuerte olor a lilas y violetas la envuelve, se pregunta dónde quedaron las voces de papá y de los tres pequeños entonando canciones y los punteos en la guitarra, en esas noches de verano donde la luna solamente era cómplice de tanto amor.

Y su querida abuela Anelia, sentada en aquella mecedora de mimbre que no ha dejado nunca su acompasado vaivén, siempre repleta de restos de lanas de mil colores, de donde surgían los escarpines que abrigaban los piecitos de los bebitos del barrio, que arribarían al mundo desde las confortables pancitas de sus mamás y Pillín, el gato rubio que corría enredado en el ovillo que distraídamente la abuela había dejado caer.

Recuerda la mirada tierna de su querida y entrañable abuela, la casa se vuelve toda luz, un resplandor le da vida y la ve, caminando casi corriendo, con el tejido en sus manos y una agradable melodía desde la radio acompaña su memoria, y esa, su voz cantarina, recitando a Juana y “La Higuera” y el pequeño “Vendedor de Naranjas", que hicieron que su madre no dejara nunca de escribir, porque la poesía y los cuentos fueron sus firmes raíces.

Desde ese mundo, con una tonalidad de voz particular alguien grita, como olvidarlo, es el vendedor de naranjas ¡dos quilos veinte pesos! y sus oídos se llenan de los gritos de su pequeña, avisando... ¡Mamá! ¡Mamá! el señor de la fruta. No está soñando su hija la ha vuelto a la realidad.

La niña que fui se queda escondida en un rincón del corazón, pero como dice mi madre “cuídala y nunca abandones a tu niña, porque ese día dejaras de ser feliz”, por eso a partir de hoy volverá y la dejaré danzar y jugar.

La mujer en que me he convertido, vuelve su mirada, se retrotrae en el tiempo y sonríe feliz. Sin quererlo ha vuelto al enorme patio de la casa materna, donde descansa el parral, cubierto de deliciosos y enormes racimos de uva que cuelgan como una tentación para los paladares más delicados.

Divisa a tres pequeños niños que juegan y ríen, creando y elaborando un futuro que muy pronto se haría presente.

Camina lenta como si el tiempo le fuera a quitar la tibieza de una niñez feliz y descubre el muro que los separaba de ese mundo exterior, que cuidadosamente los preservaba de las alegrías y sinsabores de la vida.

Ve a su madre, siempre sonriendo, creyendo en la gente, soñando con días mejores, creando en hojas sueltas, fantasías, que nacían de su imaginación, y riéndose porque les contaba que un duende travieso le hablaba al oído y que la obligaba siempre a escribir y como su padre podía pasar horas mirándola y escuchando todas sus historias, fue su mejor lector.

Vuelve sus pasos al patio trasero, se para frente al parrillero, obra monumental, orgullo de su padre, con la chimenea que parece tocar el cielo, nunca le gustó ser cocinero, ni asador, pero que ricos asados y pizzas a la parrilla disfrutaron juntos, claro que asados que terminaban los otros, porque disimuladamente el se iba desentendiendo; almuerzos y cenas en la mesa del Rey Arturo, redonda y vieja, pintada tantas veces que ni ella sabía su color original, donde la risa era la dueña y lo importante era estar juntos, brindando siempre, aunque más no fuera con un vaso de agua.

La recorre pausadamente, abre puertas y ventanas, en la casa, esa casa que fue creciendo con ellos, un fuerte olor a lilas y violetas la envuelve, se pregunta dónde quedaron las voces de papá y de los tres pequeños entonando canciones y los punteos en la guitarra, en esas noches de verano donde la luna solamente era cómplice de tanto amor.

Y su querida abuela Anelia, sentada en aquella mecedora de mimbre que no ha dejado nunca su acompasado vaivén, siempre repleta de restos de lanas de mil colores, de donde surgían los escarpines que abrigaban los piecitos de los bebitos del barrio, que arribarían al mundo desde las confortables pancitas de sus mamás y Pillín, el gato rubio que corría enredado en el ovillo que distraídamente la abuela había dejado caer.

Recuerda la mirada tierna de su querida y entrañable abuela, la casa se vuelve toda luz, un resplandor le da vida y la ve, caminando casi corriendo, con el tejido en sus manos y una agradable melodía desde la radio acompaña su memoria, y esa, su voz cantarina, recitando a Juana y “La Higuera” y el pequeño “Vendedor de Naranjas", que hicieron que su madre no dejara nunca de escribir, porque la poesía y los cuentos fueron sus firmes raíces.

Desde ese mundo, con una tonalidad de voz particular alguien grita, como olvidarlo, es el vendedor de naranjas ¡dos quilos veinte pesos! y sus oídos se llenan de los gritos de su pequeña, avisando... ¡Mamá! ¡Mamá! el señor de la fruta. No está soñando su hija la ha vuelto a la realidad.

La niña que fui se queda escondida en un rincón del corazón, pero como dice mi madre “cuídala y nunca abandones a tu niña, porque ese día dejaras de ser feliz”, por eso a partir de hoy volverá y la dejaré danzar y jugar.

No hay comentarios:

Publicar un comentario