La mirada fuerte y decidida me fue envolviendo, no sabía o no quería entender, todo sucedió tan de repente que no me dio tiempo a pensar, sus ojos penetrantes se clavaron en mí hasta hacerme desfallecer, aquella mañana cruda de invierno.
Eran más de las once cuando logré volver a mi estado normal, pero él seguía ahí, parecía como si el viento, la nieve, lo fortificaran; yo me volví sobre mis pasos, cuando un fuerte y repentino dolor en mi columna vertebral, hizo que mis pies se pegaran en el piso, una luz blanquicienta se filtraba por entre el vitral embelleciéndolo aún más. Totalmente entumecida, traté en vano de asirme a la mesa.
Quise gritar pero sólo un sonido gutural salió de mi garganta. Tuve miedo. ¿Cuál sería el próximo paso? Entonces me quedé quieta, y el sonido suave cadencioso de una cítara fue envolviendo el lugar; él, ese personaje extraño, danzó para mí.
Creí estar soñando; pero observando a mi alrededor me di cuenta que todo había cambiado, nada estaba como lo había dejado la noche anterior.
Las páginas del libro que estoy segura las había marcado, ya no existían; el marcador había desaparecido, algo extraño de mal gusto estaba sucediendo.
Miré por la ventana, el vecino del edificio que todas las mañanas hace su rutina gimnástica a la misma hora, no estaba, y la escultural vedette que a las once y dos minutos sale hacia su trabajo en el canal, tiene las persianas corridas. Estaba segura que era martes nueve de mayo, que había comenzado a nevar, que la vida seguía igual pero todo a mi alrededor era distinto.
Un niño me observaba desde su lugar en la plaza con sus ojos tristes, el anciano levantaba con dificultad sus brazos como queriendo tocar el sol, la vendedora de diarios caminaba de este a oeste recorriendo y ofreciendo su mercancía; era yo, no había duda quien estaba allí, pero no entendía o no quería entender. De pronto las luces de la ciudad se encendieron, Venus, planeta de luz me avisó que las estrellas me enviarían mensajes incandescentes; él, seguía ahí, y yo lo miraba desde mi inquietud, parecía burlarse de mí, reía con una risa sonora, que sonaba como cascabeles de antiguas manadas de ovejas, como las castañuelas de lejanos gaiteros. El anciano comenzó de pronto a bailar una danza etrusca y el niño de ojos tristes se elevó por las cornisas en busca de caramelos y yo me incliné ante del despliegue de belleza de los colores del universo.
Volví corriendo a mi cuarto buscando una respuesta y cual no fue mi sorpresa, él estaba ahí, con sus luces de colores y su risa extravagante; en el sur del litoral de la pieza del hotel un túnel se abrió, caminé enceguecida escuchando y disfrutando el canto de las sirenas que me llamaban en coro.
Las aguas surcaban las ruinas, el mar se agitaba rabioso, y él, estaba ahí mirándome desde su esfera y yo supe en ese instante que había venido en mi busca.
jueves, 5 de abril de 2012
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