jueves, 5 de abril de 2012
UNA CALLE MAS
UTOPIA
Martes 9 de mayo
Eran más de las once cuando logré volver a mi estado normal, pero él seguía ahí, parecía como si el viento, la nieve, lo fortificaran; yo me volví sobre mis pasos, cuando un fuerte y repentino dolor en mi columna vertebral, hizo que mis pies se pegaran en el piso, una luz blanquicienta se filtraba por entre el vitral embelleciéndolo aún más. Totalmente entumecida, traté en vano de asirme a la mesa.
Quise gritar pero sólo un sonido gutural salió de mi garganta. Tuve miedo. ¿Cuál sería el próximo paso? Entonces me quedé quieta, y el sonido suave cadencioso de una cítara fue envolviendo el lugar; él, ese personaje extraño, danzó para mí.
Creí estar soñando; pero observando a mi alrededor me di cuenta que todo había cambiado, nada estaba como lo había dejado la noche anterior.
Las páginas del libro que estoy segura las había marcado, ya no existían; el marcador había desaparecido, algo extraño de mal gusto estaba sucediendo.
Miré por la ventana, el vecino del edificio que todas las mañanas hace su rutina gimnástica a la misma hora, no estaba, y la escultural vedette que a las once y dos minutos sale hacia su trabajo en el canal, tiene las persianas corridas. Estaba segura que era martes nueve de mayo, que había comenzado a nevar, que la vida seguía igual pero todo a mi alrededor era distinto.
Un niño me observaba desde su lugar en la plaza con sus ojos tristes, el anciano levantaba con dificultad sus brazos como queriendo tocar el sol, la vendedora de diarios caminaba de este a oeste recorriendo y ofreciendo su mercancía; era yo, no había duda quien estaba allí, pero no entendía o no quería entender. De pronto las luces de la ciudad se encendieron, Venus, planeta de luz me avisó que las estrellas me enviarían mensajes incandescentes; él, seguía ahí, y yo lo miraba desde mi inquietud, parecía burlarse de mí, reía con una risa sonora, que sonaba como cascabeles de antiguas manadas de ovejas, como las castañuelas de lejanos gaiteros. El anciano comenzó de pronto a bailar una danza etrusca y el niño de ojos tristes se elevó por las cornisas en busca de caramelos y yo me incliné ante del despliegue de belleza de los colores del universo.
Volví corriendo a mi cuarto buscando una respuesta y cual no fue mi sorpresa, él estaba ahí, con sus luces de colores y su risa extravagante; en el sur del litoral de la pieza del hotel un túnel se abrió, caminé enceguecida escuchando y disfrutando el canto de las sirenas que me llamaban en coro.
Las aguas surcaban las ruinas, el mar se agitaba rabioso, y él, estaba ahí mirándome desde su esfera y yo supe en ese instante que había venido en mi busca.
jueves, 4 de noviembre de 2010
Los tambores de mi pueblo
caminan por la ciudad.
Bendiciendo al nuevo día
saludando al que se va.
Los tambores de mi pueblo
repican en su chas – chas.
Van bailando las morenas
con su gracia sin igual.
Escoberos, mamas viejas
por la calle Isla de flores.
Hacen temblar las rejas
con el tronar de tambores.
De mi pueblo sus tambores
hacen del suelo Oriental
en Palermo y barrio Sur
un candombe universal.
domingo, 25 de abril de 2010
Presentación Libro
El día 28 de noviembre de 2009 presenté mi primer libro, un sueño que se hizo realidad, “Cuentos y algo más...” con la ayuda de mis seres queridos que me apoyaron en este emprendimiento.
Al caer la tarde, acompañada de familiares, amigos, colegas escritores y en un clima de camaradería sumamente agradable, disfruté de uno de los momentos más felices de mi vida.
La niña, la casa
La mujer en que me he convertido, vuelve su mirada, se retrotrae en el tiempo y sonríe feliz. Sin quererlo ha vuelto al enorme patio de la casa materna, donde descansa el parral, cubierto de deliciosos y enormes racimos de uva que cuelgan como una tentación para los paladares más delicados.
Divisa a tres pequeños niños que juegan y ríen, creando y elaborando un futuro que muy pronto se haría presente.
Camina lenta como si el tiempo le fuera a quitar la tibieza de una niñez feliz y descubre el muro que los separaba de ese mundo exterior, que cuidadosamente los preservaba de las alegrías y sinsabores de la vida.
Ve a su madre, siempre sonriendo, creyendo en la gente, soñando con días mejores, creando en hojas sueltas, fantasías, que nacían de su imaginación, y riéndose porque les contaba que un duende travieso le hablaba al oído y que la obligaba siempre a escribir y como su padre podía pasar horas mirándola y escuchando todas sus historias, fue su mejor lector.
Vuelve sus pasos al patio trasero, se para frente al parrillero, obra monumental, orgullo de su padre, con la chimenea que parece tocar el cielo, nunca le gustó ser cocinero, ni asador, pero que ricos asados y pizzas a la parrilla disfrutaron juntos, claro que asados que terminaban los otros, porque disimuladamente el se iba desentendiendo; almuerzos y cenas en la mesa del Rey Arturo, redonda y vieja, pintada tantas veces que ni ella sabía su color original, donde la risa era la dueña y lo importante era estar juntos, brindando siempre, aunque más no fuera con un vaso de agua.
La recorre pausadamente, abre puertas y ventanas, en la casa, esa casa que fue creciendo con ellos, un fuerte olor a lilas y violetas la envuelve, se pregunta dónde quedaron las voces de papá y de los tres pequeños entonando canciones y los punteos en la guitarra, en esas noches de verano donde la luna solamente era cómplice de tanto amor.
Y su querida abuela Anelia, sentada en aquella mecedora de mimbre que no ha dejado nunca su acompasado vaivén, siempre repleta de restos de lanas de mil colores, de donde surgían los escarpines que abrigaban los piecitos de los bebitos del barrio, que arribarían al mundo desde las confortables pancitas de sus mamás y Pillín, el gato rubio que corría enredado en el ovillo que distraídamente la abuela había dejado caer.
Recuerda la mirada tierna de su querida y entrañable abuela, la casa se vuelve toda luz, un resplandor le da vida y la ve, caminando casi corriendo, con el tejido en sus manos y una agradable melodía desde la radio acompaña su memoria, y esa, su voz cantarina, recitando a Juana y “La Higuera” y el pequeño “Vendedor de Naranjas", que hicieron que su madre no dejara nunca de escribir, porque la poesía y los cuentos fueron sus firmes raíces.
Desde ese mundo, con una tonalidad de voz particular alguien grita, como olvidarlo, es el vendedor de naranjas ¡dos quilos veinte pesos! y sus oídos se llenan de los gritos de su pequeña, avisando... ¡Mamá! ¡Mamá! el señor de la fruta. No está soñando su hija la ha vuelto a la realidad.
La niña que fui se queda escondida en un rincón del corazón, pero como dice mi madre “cuídala y nunca abandones a tu niña, porque ese día dejaras de ser feliz”, por eso a partir de hoy volverá y la dejaré danzar y jugar.
La mujer en que me he convertido, vuelve su mirada, se retrotrae en el tiempo y sonríe feliz. Sin quererlo ha vuelto al enorme patio de la casa materna, donde descansa el parral, cubierto de deliciosos y enormes racimos de uva que cuelgan como una tentación para los paladares más delicados.
Divisa a tres pequeños niños que juegan y ríen, creando y elaborando un futuro que muy pronto se haría presente.
Camina lenta como si el tiempo le fuera a quitar la tibieza de una niñez feliz y descubre el muro que los separaba de ese mundo exterior, que cuidadosamente los preservaba de las alegrías y sinsabores de la vida.
Ve a su madre, siempre sonriendo, creyendo en la gente, soñando con días mejores, creando en hojas sueltas, fantasías, que nacían de su imaginación, y riéndose porque les contaba que un duende travieso le hablaba al oído y que la obligaba siempre a escribir y como su padre podía pasar horas mirándola y escuchando todas sus historias, fue su mejor lector.
Vuelve sus pasos al patio trasero, se para frente al parrillero, obra monumental, orgullo de su padre, con la chimenea que parece tocar el cielo, nunca le gustó ser cocinero, ni asador, pero que ricos asados y pizzas a la parrilla disfrutaron juntos, claro que asados que terminaban los otros, porque disimuladamente el se iba desentendiendo; almuerzos y cenas en la mesa del Rey Arturo, redonda y vieja, pintada tantas veces que ni ella sabía su color original, donde la risa era la dueña y lo importante era estar juntos, brindando siempre, aunque más no fuera con un vaso de agua.
La recorre pausadamente, abre puertas y ventanas, en la casa, esa casa que fue creciendo con ellos, un fuerte olor a lilas y violetas la envuelve, se pregunta dónde quedaron las voces de papá y de los tres pequeños entonando canciones y los punteos en la guitarra, en esas noches de verano donde la luna solamente era cómplice de tanto amor.
Y su querida abuela Anelia, sentada en aquella mecedora de mimbre que no ha dejado nunca su acompasado vaivén, siempre repleta de restos de lanas de mil colores, de donde surgían los escarpines que abrigaban los piecitos de los bebitos del barrio, que arribarían al mundo desde las confortables pancitas de sus mamás y Pillín, el gato rubio que corría enredado en el ovillo que distraídamente la abuela había dejado caer.
Recuerda la mirada tierna de su querida y entrañable abuela, la casa se vuelve toda luz, un resplandor le da vida y la ve, caminando casi corriendo, con el tejido en sus manos y una agradable melodía desde la radio acompaña su memoria, y esa, su voz cantarina, recitando a Juana y “La Higuera” y el pequeño “Vendedor de Naranjas", que hicieron que su madre no dejara nunca de escribir, porque la poesía y los cuentos fueron sus firmes raíces.
Desde ese mundo, con una tonalidad de voz particular alguien grita, como olvidarlo, es el vendedor de naranjas ¡dos quilos veinte pesos! y sus oídos se llenan de los gritos de su pequeña, avisando... ¡Mamá! ¡Mamá! el señor de la fruta. No está soñando su hija la ha vuelto a la realidad.
La niña que fui se queda escondida en un rincón del corazón, pero como dice mi madre “cuídala y nunca abandones a tu niña, porque ese día dejaras de ser feliz”, por eso a partir de hoy volverá y la dejaré danzar y jugar.
La valija encantada
Recuerdo cuando mis padres después de una larga discusión, decidieron que nos fuéramos a vivir con mis abuelos. Yo no entendía la razón de la mudanza, pero era tan feliz que no me importaba, no ver más a mis amigos.
A papá nunca llegó a gustarle la casa. Vivía rezongando, decía que le llevaba una hora en el auto llegar al diario donde trabajaba. Mamá tampoco estaba muy cómoda, la escuela donde impartía clases le quedaba un poco lejos.
Yo sin embargo, estaba encantada. Era una casa grande, con una puerta cancel de vidrios trabajados a mano, con grandes patios, uno techado con una enorme claraboya de vitraux que unía los dormitorios y los baños, otro donde el parral era el rey, con un fondo donde convivían manzanos, perales, y mandarinos.
Pero lo más fascinante, era el misterio que encerraba la pequeña valija de color marrón, que se hallaba sobre el ropero del dormitorio de mis abuelos. María la muchacha que hacía la limpieza, la aseaba con sumo cuidado, mamá le recordaba, no olvidara colocarla siempre en la misma posición.
Tras varios años de intriga, una tarde de verano cuando la casa entraba en forzoso letargo, ya que todos nos veíamos obligados a dormir la siesta, mamá daba un respiro a un año de larga labor, la abuela descansaba bajo la sombra tupida del parral del fondo, y el abuelo se iba con papá a recorrer la granja, esta intrépida e inquieta niña a la que todos creían durmiendo, se encontró armando una escalera con una silla y un taburete y con mucho trabajo bajó la valija, pero halló que estaba cerrada con un candado.
¿Qué hacer ahora? ¿Cómo abrirla, dónde estaba la llave?.
Fui directamente a la cómoda de la abuela, y mi dirigí al primer cajón.
Había allí una caja donde se guardaban las cosas importantes, pero no hallé a la famosa llave.
Así que nuevamente con mucho cuidado puse la valija en su lugar, guardé la silla, el taburete y desde ese día dejé de preocuparme por la valija.
Pasaron los años, crecí dejando atrás las intrigas y los juegos de la niñez. Un día mamá abrió la caja forrada de terciopelo rojo y con gran asombro sacó una pequeña llave, que abría lo que busqué durante mucho tiempo. Sonriendo me dijo: “Ahora te toca a ti cuidar siempre el destino de la familia. En esta pequeña valija se encuentran encerrados los sueños y esperanzas, sólo la puedes abrir en el momento en que el amor golpee tu corazón”.
El día que me casé abrí la valija y en ella sólo había un corazón tejido en crochet, pero una potente e intensa luz me envolvió, y de inmediato comprendí que fue el regalo más hermoso que pudieron brindarme. Lo guardé con mucho cuidado y a partir de ese día la valija siguió sobre el placard de mi dormitorio, despertando la intriga de mis hijos.